viernes, 26 de diciembre de 2008

ALFREDO MANUEL TORRES, Por Enrique Martín


Cerebros, conductores, patrones, los más dotados siempre tendrán un lugar especial en la galería. Norberto Pairoux en la prehistoria; Güenzatti entre el 56 y el 58; el Beto Conde y Gonzalito en el 61; Jorge Fernández hasta el 65; Gómez Voglino del 70 al 74; y luego Charly Carrió o efímeramente Marcelo Carracedo. Y el Pepe Castro durante toda la década del 90. Claro que sí. Nos está faltando uno.

El que debutó en primera a los 18 años, de la mano de Alberto Tardivo. Fue en Santa Fe contra Unión. Hizo el gol del empate de Atlanta y confirmó que él –junto al malogrado Jorge Vázquez, Gallegol- estaban para cosas grandes. El protagonista de esta historia era número 9 por ese tiempo, un nueve chiquito y esmirriado, pero dueño de una velocidad mental prodigiosa y un toque fino y rendidor; vicioso de la asistencia automática, adicto al pase gol y al gol también, con más precisión que contundencia.

Se bancó todas pero tuvo recompensa. El descenso oprobioso del 79, el rotundo e inolvidable sello de campeón mundial juvenil en Japón, con Menotti, y como reemplazo natural de Maradona o de Ramón Díaz, nada menos. Después el campañón del 80 a un paso de la vuelta a primera, el fogueo del 81 en Vélez, el regreso en el 82 y aquella final con 27 penales nefastos frente a Temperley.

De ahí en más, el centrodelantero se convirtió en armador, el 9 fue 10. El Ñato fue Narigón y el título del 83 tuvo su presencia como máximo aporte y garantía. Patrón de un gran equipo, referente y rueda de confianza del Toto Lorenzo en la definición; autor del penal con que Atlanta igualó con Central Córdoba en el Parque Independencia y respiró hondo su condición de grande en el reencuentro.

Después, otro descenso cantado por los errores dirigenciales; las finales con Racing en el 85, el destierro en el 87 y la última gauchada en los terribles días de la quiebra en el 91. Siempre estuvo. En la mejores y en las peores de su tiempo. Y siempre deslumbró con su fútbol de alta escuela, nacido en las tediosas siestas lujanenses, a la orilla del río, a espaldas de la Basílica, de frente al marco blanco, sin poses de estrella, como tímido representante de los que matan callando, con los cachetes colorados por los permanentes regalos de una tribuna que supo colocarle el cartel de diferente, el rótulo de capitán, la cinta de elegido.

El compadre de Villagra y de Graciani, de Erramuspe, del uruguayo Espala. Un recuerdo aun fresco para soñar con los nuevos ídolos que aparecerán, seguro. Ese crack que todavía no conocemos, pero que quizás se parecerá a aquel crédito que deslumbró durante una década: ALFREDO MANUEL TORRES. Infaltable a la hora de los brazos levantados, de los mil tiros libres certificados en cualquier ángulo, de los penales para poner y cobrar. Otro espejo, otro modelo, otro ejemplo de la grandeza de la cuna bohemia.

La foto no está vieja. Una hincha al borde de la locura lo pasea en andas por los rincones de la cancha de Ñuls. Las páginas de El Gráfico registran el momento. Y el Narigón Torres saluda desde el podio con su ¡Dale Campeón!, igual que en Tokio.

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