viernes, 9 de enero de 2009

Héctor Candau, Por Enrique Martín


Fue una de las últimas alhajas surgidas en aquel tesoro de riqueza inagotable con forma de campo auxiliar; esa caja mágica que un trágico día dejó paso a seis canchas de tenis sin alma, ajenas por completo a la historia y a la sangre futbolera de Atlanta. Una joya de la casa, un junco de patas largas con poca pinta de puntero izquierdo, que sin embargo fascinó a los habitués de las inferiores desde sus palotes iniciales, con su indescifrable gambeta en zigzag, su arranque y su freno demoledores, esa zurda más fina que pincel de fileteador, su terca decisión para encarar siempre. Desde el debut oficial junto al Tanito Onnis, con el corazón en el cuello del Metro 71, a dos fechas del descenso, cuando finalmente salvamos la ropa y desvestimos a Los Andes.

Ahí comenzó el noviazgo con la tribuna, el idilio con la raya de cal, el odio de una parva de triturados marcadores laterales y de algún central enloquecido como el cordobés Nicolau, que se fue a bañar sequito por aquel terrible patadón contra el 11, que inauguró una festejada victoria bohemia sobre Boca en Villa Crespo ¿ Cómo que no sabe de quién estamos hablando? Sí, es cierto que en su puesto tuvimos un increíble goleador como el petiso Martino; que adoptamos de un saque a Puchero Domínguez, y que nos enamoramos a primera vista de un Carone que pasó demasiado rápido. Todo lo sabemos. Pero el once, para la quiniela y para los de Atlanta, el once siempre será PALITO. Arriba, por demolición: Héctor Rubén Candau, o CANDÓ, o mejor dicho CandAU, porque su sangre es gallega y no francesa.

Pero eso es lo de menos, a la hora de evocar al trío dorado que conformó con Cano y Voglino en la impresionante campaña del Nacional 73, y a pesar de la mano negra y de los dos innombrables que arrebataron un título máximo nunca tan merecido. Esa fue la apoteosis de Palito, la consagración sin el premio en sus bolsillos, el reconocimiento general para una habilidad de orfebre, una precisión de relojero, un arte positivo desplegado en 179 partidos de primera, con 40 goles, casi todos para el marco, aunque UNO, sencillamente de leyenda, en el Metro 77. Ese que motivó al titulero de Crónica para escribirle a la memoria del futuro: “Yo ví el gol de Palito Candau”, tras la genialidad del Flaco, que sacudió la red de Racing en Avellaneda con una impecable comba desde la línea de fondo, para clavar en el segundo ángulo, sobre los brazos del arquero y por encima de cinco cabezas, acaso la definición más espectacular que pueda recordar un hincha que pasa los 50.

De aquella inolvidable banda de Pipo Rossi, Candau fue el último en emigrar. Aguantó hasta el final del ciclo, llegó a jugar desgarrado y soportó millones de planchazos que nunca lo achicaron. Porque siempre fue grande, hasta cuando su inconfundible barbita volvió en el 80 para empujar el desconocido carro del ascenso sin que se le cayera ningún anillo, deslumbrante, como en aquel viejo tesoro de la cancha auxiliar.

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