viernes, 23 de enero de 2009

CARLOS GRIGUOL, Por Enrique Martín


Todavía lo vemos surgir del túnel como un faraón iniciando la fila. Pelota en mano, paso demorado, vista al frente. El chueco de “diez y diez”, ya sin el bigote fino que trajo de Córdoba en el 57, es caudillo hasta cuando posa en la foto mirando distraído al Negro Clariá, quien tuvo que obedecer e irse a barrer la cueva cuando el 5 de todos los tiempos alquiló la media cancha para redondear nueve inolvidables temporadas en primera, incluídas tres de las cuatro mejores campañas de Atlanta en toda su historia: 1958, con la Copa Suecia de yapa; 61 y 64.

CARLOS TIMOTEO GRIGUOL fue el símbolo, el estandarte, la bandera y el escudo de aquellos equipos que no bajaban del quinto puesto, que se comían crudos a los grandes, y a los chicos, con la camiseta. Cansino, casi al tranquito, el patrón mandaba a los propios y asustaba a los ajenos. Era el más serio en el campo y el más jodón en la vieja pensión de la calle Heredia y en los entrenamientos; el que le discutía los premios a Don León, una aventura sólo reservada para magos mayores como él.

El que transpiró a morir la rayada oro y azul durante interminables 235 partidos, hasta que hizo las valijas en el 66, se fue a Rosario y dejó en su lugar al aprendiz que pronto le imitaría todo el repertorio: Perico Raimondo, otro negoción para el club, por parte de aquellos dirigentes (Slipak, etc.) capaces de montar una liebre al trote.

Tenía cabello el cordobés en ese tiempo y también todas las mañas absorbidas en los potreros de su Las Palmas natal. Era un guapo sin gritar, un persuasivo. Sólo una vez perdió la flema y la tonada. Fue en Villa Crespo y contra River, cuando lo embocó al Chiche Diz con un cross de derecha de academia y se fue a las duchas despacito, cabeza gacha y las tribunas ardiendo. Acaso resultó la revancha de aquella fenomenal piña que se comió su primo Mario en la Bombonera, la tarde en que el brasileño Dino Sani le bajó media dentadura, harto del toqueteo insoportable del cuadrazo de los claveles rojos, con la batuta de Zubeldía, el hielo del Flaco Errea, los goles de Artime, la clase de Gonzalito y los cojones de Griguol, todo por el mismo precio, hasta arrugarse las manos de tanto aplaudir.

Se extraña a los caudillos, quizás porque es la raza más rara entre los futbolistas. Y más cuando uno sabe que Timoteo dejó el corazón en Atlanta, y que cada tanto regresa para ver si todavía está clavado en un ángulo del arco de Muñecas, el zapatazo de volea que fulminó a Toledo, un arquero de Racing que miró pasar en el aire, el mejor gol del cordobés en toda su carrera.

Una carrera que continuó detrás de la raya, donde el fantasma del centrojás (minga de volante central) aun sigue sumando laureles (a nosotros ¡que paradoja! nos sopló el título del 73), sigue coleccionando videos y también hijas mujeres; desparramando sabiduría y evocando a los amigos que se fueron (Najnudel, Huguito Zorzoli), en cualquier sobremesa de Gurruchaga y Loyola.

Sí. Un día va a volver, con la gorra y el librito, para intentar corregir lo inexplicable: el tremendo disparate de no haber sido jamás el técnico de Atlanta.

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