miércoles, 10 de diciembre de 2008

Luis Artime, Por Enrique Martín


Antes de convertirse para la prensa en La Fiera o El Diente, un fabuloso romperredes que no respetó épocas ni fronteras, fue el tímido aunque imparable conquistador de oportunidades y de corazones, capaz de convencer en cinco minutos a un ojo certero y a un apellido: Malegni, y de endulzar la oreja de aquel Osvaldo Zubeldía que ensayaba el trueque de su gastada número diez por el buzo azul de entrenador.

Como resultado de la cargosa recomendación, el chiquilín de 17 años dejó en la vía su puesto de ferroviario, puso proa desde Junín con el pulgar abajo de su padre dibujado en el andén, y aterrizó un mediodía en Villa Crespo, donde ni Cholín ni Célico podían creer esa tremenda campaña del 58, ni mucho menos el sueño a plazo fijo de la nueva cancha, donde aun se paseaba el fantasma funebrero, esta misma que ahora regresa con rostro de cemento y de futuro.

Luisito siempre será Luisito, aunque acabe de cumplir los 70, para los bohemios que gatillaron su grito y su renombre, porque aprovechó desde ese momento todos los rebotes, todas las distracciones, todas las torpezas, todos los huecos, todos los espacios, todo para mandar adentro al primer sujeto redondo y saltarín que transitase a tiro de su derecha, de su zurda, de su cabeza, de sus tobillos, de sus rodillas y hasta de su mano de Dios.

Luisito Artime llegó a Atlanta, a préstamo por diez mil pesos, y enseguida su máquina de sumar amortizó despiadadamente. Su clásica pose: mirada en el piso, brazos sobre la cintura, movimiento eléctrico y repentino, todo eso pasó como el rayo desde la tercera a la primera. Y anotó diez en el 59 mientras olvidábamos a Calvanese y esperábamos como gitanos a los tablones del nuevo domicilio. Ese que lo vería tiempo después –el 16 de octubre de 1960- estampar tres latigazos en la frente de su Racing de pibe: Artime a los 30, a los 33 y a los 41 del segundo tiempo, para dar vuelta la chapa y clavar el 4-3 con que inauguró su enorme fama de asesino del área, y también su antipática presencia en la Bombonera en un 4-4 inesperado y en otras dos victorias por 3 a 2 contra los mismos Bosteros en el 61, cuando terminó de pulir su diamante de artillero entre la sabiduría del Beto Conde y el desparpajo de Gonzalito.

Todo para concluir en otro cuarto puesto memorable con fondo de claveles rojos hacia la tribuna, que descorchaba el festejo en cuanto el sediento centrodelantero apuntaba contra su frágil enemigo, ese tonto rectángulo de pilares blancos. Fueron otros 15 goles en el 60 y 25 en el 61, a un paso del tope de Sanfilippo, con triunfos de todos los colores y resultados que se volteaban como panqueques.

Luisito también voló rápido a Núñez con Mario Griguol en la promesa de Don León una noche de ruleta marplatense, a cambio de 16 millones y tres desconocidos, que luego serían ilustres: Jorge Fernández, José Luis Luna y Juan Carlos Puntorero. Agradeció y se fue, agradeció y un día, mucho después, volvió como técnico. Siempre fue agradecido a su cuna y a su sello. Ese que lo distinguió en River, en Independiente, en la selección, en dos Mundiales (62 y 66), en Nacional de Montevideo y en Palmeiras.

Peligro de gol: el gordo Muñoz también llegará tarde. Los dos brazos levantados de Luisito ya son foto para todas las tapas de diarios y revistas. Para la posteridad. Para la evocación imborrable de todo bohemio memorioso y nostálgico.
¿Qué era medio patadura? Sí, cómo no. Pero los goles no los contaba, los pesaba ¿Qué encontraba esos goles? Sí, porque siempre los buscaba. Como una obsesión, como la razón de su vida, una vida de noqueador futbolístico, heredada por su hijo Luifa, también implacable a la hora de facturar.

La pelota duerme en el arco. Recién ahí Luisito (también) puede descansar. Aunque sea ahora mismo, en un picado entre solteros y casados, en cuanto ubique a un arquero temeroso frente a su pelotón individual de fusilamiento.

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