domingo, 29 de marzo de 2009

Rubén Cano, por Enrique Martín


Se sabe de lejos que Gómez Voglino y Roberto Martino son hasta hoy los máximos goleadores de Atlanta en primera división. Sin embargo, la memoria del hincha, del que se fue y del que todavía está, rescata otros apellidos a la hora de tirar sobre la mesa de café un recuerdo fulminando la red. O una postal colgándose del alambrado para compartir el orgasmo inigualado del fútbol, ese grito que nada compensará, y que las bandas verticales azules y oro simplifican en la polémica cargada de nostalgia, con ganas de rogarle al susodicho que nos entregue una alegría más, un alarido más, otros brazos levantados en la carrera loca del festejo.

Oscar Irazoqui en la década del 30, Luciano Agnolín en los años 40, Alfredo Runtzer despuntando los 50, Luisito Artime, La Chancha Fernández y Salomone en los 60 y –ya en el ascenso- el uruguayo Espala, crédito en los 80, y el Pelado Bonnet en el último decenio del siglo veinte. Dejamos en blanco la década del 70, acaso la más brillante de Atlanta por el inolvidable sacudón del Nacional 73, ese tercer puesto que debió ser vuelta olímpica y grandeza rubricada.

No hubo gloria total allí pero quedó secuela, de emoción y de goles. Los del Fierro número 10 y los del Galgo número 9, que habían debutado juntos durante la impensada tarde en que arrancó el Metro de 1970 en la vieja cancha de Quilmes. El Flaco patas largas (9) revolcó tres veces al Pato Fillol y sacó patente de ilustre, aunque después estuvo varios meses sin mojar y demoró hasta la irritación los aplausos y el delirio que al cabo despertaría por docenas, con aquellas corridas eléctricas, ese tranco que desparramaba cualquier esquema defensivo y terminaba su sprint de los 50 metros llanos dentro del arco, con pelota y todo.

El Galgo o La Locomotora siempre será para la evocación bohemia RUBÉN ANDRÉS CANO , un maestro primario que llegó con su título a Villa Crespo a los 19 años, desde un modesto club provinciano que hizo famoso más allá del océano que une continentes. Del Sportivo Pedal de San Rafael, Mendoza, hasta la selección española que jugó el Mundial 78.

En el medio quedaron sus 157 partidos y especialmente sus 43 goles con la casaca de Atlanta: los tres del debut; los dos con que mandó al descenso a Los Andes en el 71; aquel que significó un estruendoso triunfo contra Boca en el 72; otros tres que estampó en la canchita de La Paternal para el equipo de Pipo Rossi en el 73; los diez que hizo ese año para soñar despiertos con la conquista mayor. Y todos los que le regaló a Chacarita.

Rubén Cano fue insustituible durante cinco temporadas y luego se marchó al Elche español, pero enseguida sería pescado por el Atlético de Madrid, que andaba necesitando un ídolo y lo encontró para todo el viaje. Más velocidad con tendal de gallegos en el piso, más victorias Colchoneras para felicidad de media capital y la decisión de calzarse el nuevo pasaporte con orgullo internacional.

Todo, sin resignar jamás su origen cuyano, su pasta de buen tipo, y su largo idilio con la hinchada de Atlanta, construído con lucha y con voluntad, pero sobre todo a partir de su montaña de goles, el destino invariable de aquellas largas carreras con ganador cantado, desde la mitad de la cancha hasta el aterrizaje sobre todas las redes que se le colocaron a tiro.

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