lunes, 2 de marzo de 2009

Jorge "Puchero" Domínguez, Por Enrique Martín


Estábamos acostumbrados a la sangría, a los éxodos, a los adioses. Artime, Mario Griguol, Errea y Gonzalito en el 61; Carone, Gatti y Bonczuk, a fines del 63. Pero siempre pescábamos buena mercadería en el aparente rezago de la ceguera de River. Así como Fernández, Luna y Puntorero integraron aquella primera camada de aparentes inmaduros, los de Núñez envolvieron otros tres obsequios similares a comienzos del 64. Hugo Zarich, Rubén Zárate y, especial y específicamente, un brevísimo puntero izquierdo que haría historia, y de la grande, desde su metro sesenta y sus impresionantes voleas, su enorme habilidad de patas cortas, y su capacidad para correr toda la cancha como el Che Pibe del auxilio urgente; la salida impecable de mil contragolpes; la zurda pisando la pelota tres minutos seguidos junto al palo del corner para defender un resultado. Lo recordamos ahora, cuando se hace tan difícil conservar una ventaja en el marcador. El chiquito era un mago para enfriar y cambiar de ritmo, para prometer y concretar. Y lo fue también para meterse en la guía dorada con aquel debut milagroso en primera división.

Figúrese el lector el escenario: Bombonera hasta las manos el 26 de abril de 1964. El Boca que será campeón esa temporada, casi sin goles en contra, se come cuatro en la primera fecha contra los petisos irresponsables comandados por Timoteo, que soportan diez minutos iniciales de fuego graneado y dos goles del brasileño Valentim, para dar vuelta luego la milanesa con un 4-2 de carnaval en las narices de Rattin, Roma y Marzolini. Los dos últimos ‘solos’ de bandoneón en la red de los bosteros estuvieron a cargo del movedizo número 11, morrudo y metedor, pura polenta o buen PUCHERO, el plato de humildes y de fuertes, el músculo que dibuja el guerrero detrás de las medias y aporta transpiración a los otros dos petisos inolvidables: La Chancha y Pablo Collazo, un trío de talento en muestra regalada.

Siempre con la misma y sin chistar, JORGE DOMÍNGUEZ resolverá los dilemas de docenas de entrenadores, cubrirá todos los huecos y dirá siempre presente, en casa o donde fuese ¿Cómo podría achicarse justamente él? Bandera de lucha en cien victorias memorables, y al cabo silencioso colaborador, a la vuelta de sus 161 partidos en la primera bohemia y de sus 41 goles con sello registrado de potencia fulminante.

Ese mismo Puchero que luego edificaría otra historia como entrenador de inferiores, con la misma estatura de los chiquilines pero con la enorme sabiduría que se le respetó. Ese mismo comodín que solucionó todos los problemas tácticos durante seis temporadas, entre el 64 y el 69. Ese mismo que nos levantó en cada arranque, con cada regate, con cada bombazo sorpresivo, el que obligó a la ovación agradecida y al cero en la columna de la deuda. Pocos tan queridos a la hora del recuento.

Y nadie nos desmentirá, lo rubricamos. Así como Puchero Domínguez rubricó una vez su firma inapelable: aquel zapatazo demoledor en el ángulo superior izquierdo de Agustín Cejas contra el arco de Corrientes y frente a los azorados racinguistas, acaso el mejor gol de toda su cosecha.

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