viernes, 20 de marzo de 2009

JUAN CARLOS PUNTORERO, por Enrique Martín


Las piernas morochas y flaquísimas, las medias siempre bajas, y la suela del botín derecho ensayando la pisada eterna; el envión para la imposible gambeta que dejará un tendal de tobillos desairados; la increíble apilada que juntará cuatro defensores como para que los recoja el camión de la basura, y el toque sutil y mágico que habilitará a cualquier mortal para empujar a la red semejante catástrofe dentro del área.

Y si se anima, también intentará su tirito bien rumbeado, una masita dulce que acaso se le escurra entre las piernas al gran Amadeo, o se meta en el arco como broche para un centro atrás de Luna, otro compadre que llegó de River con él y con Fernández, a comienzos del 62, como parte de pago de Artime y Mario Griguol.

JUAN CARLOS PUNTORERO llevaba la pelota cosida, amaestrada, sometida, casi humillada por su inconmensurable habilidad de potrero, capaz de desparramar tres tipos en un adoquín, y seguir hacia delante con los ojos despiertos y los dientes dibujando una sonrisa sobradora. Siempre será EL MANIJA, feliz propietario de una novia redonda que hará lo que a él se le antoje, especialmente durante ese campeonato de 1964, cuando Atlanta despachó de ida y de vuelta a River; puso patas arriba la Bombonera en la primera fecha; vapuleó a San Lorenzo y a Independiente, y empató la dos veces con Racing.

En ese inolvidable año se dio el gusto de mostrar la delantera más positiva, y de llegar al gol con todos los jugadores de campo, entre ellos el Negro número 8, una mezcla de Tucho Méndez y Borghi, un insider o entreala (como se decía antes) tan pachorriento como eficaz, tan pensante como genial. Se tomaba su tiempo Puntorero, y cuando decidía, apenas quedaba por colocar el moño y festejar la obra de arte con todo el público cabeceando el cielo.

En aquel 64, un pibe de once años llegó casi a tientas, solito, hasta la cancha de Banfield, en medio de una tormenta de locos que inundó el terreno en el primer tiempo y terminó en un naufragio bohemio de 0-2, cuando los paraguas negros saludaron la piedad del intervalo.

Quince minutos después, un sol de otro planeta se hizo patrón del escenario, y la segunda parte permitió el concierto sinfónico del Manija, que la embocó dos veces, enhebró caños y frenos en el barro, y hasta varios chicles (te la muestro y no te la doy) para convertirse en el dueño de todos los aplausos cuando un enloquecido central banfileño, el legendario Ezequiel Llanos, reventó el arco propio y se fue a pique con su equipo, sin remedio.

El pibe de once años vio ahí como el tesorero de Atlanta, Simón Snaidman, otro legendario, casi se desmaya en la tribuna por la emoción. En ese tiempo, los dirigentes iban a la popular con la barra brava y se bancaban la que viniera.
Un homenaje para ese ejemplo en representación de tantos otros, y para el Manija de los malabares, que en el 67 se mudó a Newell’s y después fue campeón con Chacarita, pero que la sigue pisando hasta que se duerman y sueñen, otra vez, los tablones de Muñecas.

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